jueves, 5 de junio de 2008

LA ECONOMÍA SOCIAL COMO VÍA PARA OTRO DESARROLLO SOCIAL


La Economía Social como vía para otro desarrollo social

Por José Luis Coraggio

La economía social

Vamos a adoptar en esta presentación el término “Economía Social”, por su estatus teórico ya alcanzado, para contraponerlo a las vertientes de la Economía “a secas” y la Economía Política (Ver anexo).[1] Nos referimos a una concepción que pretende superar la opción entre el mercado capitalista (al que asocia con la Economía “a secas”) y un Estado central planificador y regulador de la economía (al que asocia con las variantes del socialismo y la Economía Política). Plantea que el mercado capitalista debe ser superado porque es alienante en sí mismo y máxime por estar dominado por el poder de los grupos monopólicos, que manipulan los valores, necesidades y formas de socialización a través de su control de la comunicación social y además ahora tiende a excluir ingentes mayorías del derecho mismo a ser consumidor y productor. Planea que el Estado centralizado debe ser superado, porque sustrae poder de la sociedad y asume la representación de un bien común nacional, actuando como delegado que, en ausencia de una democracia sustantiva, fácilmente cae en la tentación de obedecer a los intereses de los grupos económicos más concentrados, haciendo “gobernable” un sistema injusto y socialmente ineficiente. Esa doble superación se lograría evitando la separación entre economía y sociedad que caracteriza al paradigma neoliberal, pero a la vez evitando la intrusión de la política. Tal vez así se entienda su denominación expresa de “Economía Social”.

Esta vertiente –bajo diversas variantes, como ya veremos- ve la posibilidad de desarrollar una socieconomía, en que los agentes económicos no son escindidos de sus identidades sociales, mucho menos de su historia y de su incrustación en el mundo simbólico e institucional que denominamos cultura. Al ver la economía como inseparable de la cultura, la Economía Social la mira como espacio de acción constituido no por individuos utilitaristas buscando ventajas materiales, sino por individuos, familias, comunidades y colectivos de diverso tipo que se mueven dentro de instituciones decantadas por la práctica o acordadas como arreglos voluntarios, que actúan haciendo transacciones entre la utilidad material y valores de solidaridad y cooperación, limitando (no necesariamente anulando) la competencia.

Se trata de poner límites sociales al mercado capitalista y, si es posible, construir mercados donde los precios y las relaciones resultan de una matriz social que pretende la integración de todos con un esfuerzo y unos resultados distribuidos de manera más igualitaria.

Para esta visión, el desarrollo de la vida de las personas y comunidades es favorecido por la acción colectiva en ámbitos locales, donde los conflictos de intereses y la competencia pueden ser regulados de manera más transparente en el seno de la sociedad, donde las relaciones interpersonales fraternales puedan afianzarse sobre vínculos productivos y reproductivos de cooperación, generando asociaciones libres de trabajadores antes que empresas donde el trabajo es subordinado al capital autoritario por la necesidad de obtener un salario para sobrevivir. Lo local, lo cotidiano, permitirían superar la alienación que implica la concentración de poder en el Estado Nacional.

Esta economía es social porque produce sociedad y no sólo utilidades económicas, porque genera valores de uso para satisfacer necesidades de los mismos productores o de sus comunidades –generalmente de base territorial, étnica, social o cultural- y no está orientada por la ganancia y la acumulación de capital sin límites. Porque vuelve a unir producción y reproducción, al producir para satisfacer de manera más directa y mejor las necesidades acordadas como legítimas por la misma sociedad. Pero para ser socialmente eficiente no le alcanza con sostener relaciones de producción y reproducción de alta calidad. Su fundamento es, sin duda, el trabajo y el conocimiento encarnado en los trabajadores y sus sistemas de organización, pero la base material de la economía exige contar con medios de producción, crédito, tener sus propios mercados o competir en los mercados que arma el capital.

Para eso debe competir por las voluntades que orientan las decisiones económicas individuales y también competir con las organizaciones capitalistas en sus mercados, pero sin para ello caer en la objetivación propia de la empresa capitalista, que ve a las personas como sustituibles y sus necesidades como un “gancho” para incentivarlas a contribuir a la eficiencia empresarial. Debe también reservar una parte de sus resultados económicos para reinvertir en sí misma o en su entorno. Pero esta no es acumulación en el sentido capitalista, pues está subordinada a la satisfacción de necesidades y a la calidad de las relaciones sociales y no se basa en la explotación del trabajo ajeno.

Las organizaciones de la economía social pueden ser denominadas “empresas”, pero no son empresas capitalistas “con rostro social, o humano”. Su lógica es otra: contribuir a asegurar la reproducción con calidad creciente de la vida de sus miembros y sus comunidades de pertenencia o, por extensión, de toda la humanidad. Su gobierno interno se basa en la deliberación entre miembros que tienen cada uno un voto, pero admite la división del trabajo, sistemas de representación y control de las responsabilidades. No están exentas, sin embargo, de desarrollar prácticas que conspiran contra los valores trascendentes o los objetivos prácticos declarados, pero desde el inicio se autodefinen como “sin fines de lucro”, lo que no las vuelve anticapitalistas, pero si no-capitalistas.

Su confrontación o competencia con el sistema de empresas capitalistas –en los mercados, en el territorio, en el Estado, en la sociedad-, requiere como estrategia ensanchar continuamente el campo de la economía social, para que las relaciones medidas por los mercados puedan tener ellas también una dosis de solidaridad y de precio justo, al ser crecientemente transacciones entre empresas de la economía social. Ello implica que una parte de los excedentes de estas organizaciones se dedique a expandir el sector creando o subsidiando las etapas iniciales de otras organizaciones que comparten su lógica, y que pueden ser de muy diverso tipo. Por ejemplo:

cooperativas productoras de bienes y servicios para el mercado en general, para mercados solidarios, o para el autoconsumo de sus miembros,
prestación de servicios personales solidarios (cuidado de personas, cuidado del medio ambiente, recreación, terapéuticas, etc.)
canalización de ahorros hacia el crédito social, banca social,
formación y capacitación continua,
investigación y asistencia técnica,
cooperativas de abastecimiento o redes de consumo colectivo para abaratar el costo de vida, mejorar la calidad social de los consumos,
asociaciones de productores autónomos (artesanos, trabajadores de las artes, oficios, etc.) que venden juntos, generan sus propias marcas y diseños, compiten cooperativamente, etc.
asociaciones culturales de encuentro comunitario (barriales, de género o generacionales, étnicas, deportivas, etc) y afirmación de las identidades;
redes de ayuda mutua, seguro social, atención de catástrofes locales, familiares o personales,
sindicatos de trabajadores asalariados del estado o del capital,
espacios de encuentro de experiencias, de reflexión, sistematización y aprendizaje colectivo

La relación con el Estado

Aunque hay una corriente que se manifiesta opuesta al Estado (por considerarlo instrumento de minorías, por su papel institucionalizador de la pobreza o la diferencia, por su lógica de acumulación de poder para una clase política), hay otra cuya práctica no es anti-Estado. Por el contrario, aunque ésta admite la necesidad de cobrar autonomía desde la misma base económica de la sociedad, a la vez se propone incidir crecientemente en la encarnación de sus valores en el seno de la administración pública y del sistema político. Las formas de gestión participativa a nivel local, la creación de foros participativos para definir políticas sectoriales, las instituciones del presupuesto participativo o de la planificación estratégica participativa, así como la organización de frentes de acción colectiva para modificar las políticas del Estado a favor de regular la economía y los mercados capitalistas, de fomentar –incluso normativamente- la economía social, y de practicar en general la democracia participativa, son recursos que hacen parte fundamental de una economía social que no se plantea ser antipolítica sino pro democracia participativa.

Para esta corriente también es posible, dentro de esta crisis de legitimidad del sistema capitalista global, inducir la encarnación de valores de la economía social en el mundo de las empresas, favoreciendo la cogestión y otras formas de reparto de las utilidades y de definición del salario y las condiciones de trabajo, si es que no la recuperación de empresas por los trabajadores organizados cooperativamente. Los sindicatos de base democrática, no cooptados por el capital, juegan aquí un papel central, pero también las organizaciones barriales, ecológicas, pacifistas, antiglobalización, de género, étnicas y sociales en general, al imponer una mayor responsabilidad social a las empresas privadas. De hecho, en la práctica se verifica una posible convergencia de una Economía Política aggiornada con la Economía Social en esta versión.

El alcance social

Hay otra diferenciación dentro de las corrientes de economía social que nos parece importante: la amplitud social o la focalización en los pobres. Ante la exclusión masiva generada por el sistema socioeconómico dominante, individuos, familias, grupos, y comunidades han desplegado múltiples iniciativas de sobrevivencia, innovando o volviendo a viejas prácticas. En parte han sido ayudados a esto por organizaciones que han canalizado recursos para la sobrevivencia e impulsado la asociación, la formación de redes o determinados modelos de acción. Esas intervenciones han estado en gran medida focalizadas en los sectores más golpeados, los indigentes, los pobres, los excluidos.

Sin embargo, el sistema ha generado también otro fenómeno que debe encontrar respuesta: la polarización social y la estigmatización de la pobreza y la indigencia, condiciones para sostener social y políticamente el modelo asistencialista como la cara buena (política) de la globalización del capital (economía). Se ha asociado pobreza con delincuencia, con droga, con ilegalidad, con irracionalidad, con incapacidad. Cuando ya logramos dejar de hablar de “discapacitados” y hablamos y actuamos en relación a personas con capacidades especiales, el proyecto conservador requiere etiquetar como discapacitados a los pobres, y someterlos a procesos de ghetización, separación, saneamiento social.

Entonces, la Economía Social no puede ser para los pobres, sino que debe ser una propuesta para todos los ciudadanos que además se asegura de lograr la inclusión de los pobres, de los excluidos. No se trata de hacer que “aguanten” hasta que se reactive la economía y el empleo, porque no se van a reactivar al punto de reintegrar a los hoy excluidos, al menos no en varias décadas y, mientras tanto, las pérdidas de vidas humanas biológicas sociales e intelectuales serán irrecuperables. Se trata de activar ya las capacidades de todos los ciudadanos excluidos del trabajo, y propiciar el desarrollo de lazos sociales vinculados a la satisfacción de una amplia variedad de necesidades materiales, sociales y de la recuperación de los derechos de todos.

Ni siquiera una variante con una gran fuerza moral como la de la Economía Solidaria puede proponerse resolver eficazmente sólo las necesidades de los más pobres, pues esto no se logra efectivamente sin construir estructuras que asuman la responsabilidad por las necesidades de todos. Y sin generar un espacio público donde todas las necesidades particulares puedan exponerse y legitimarse democráticamente. Esto requiere de proyectos y programas de acción compartidos por actores heterogéneos.

La promoción de la economía social: la diversidad de proyectos como recurso

Afortunadamente, no tenemos sólo futuro sino también una historia que nos obliga a ser amplios en la mirada. No comenzamos de cero. La economía social tiene una historia riquísima, generalmente asociada en Occidente a las luchas de los trabajadores en su confrontación con el capital. Tiene, como la misma historia del movimiento obrero, diversas corrientes y sus variantes, una pluralidad de fuentes ideológicas y político-partidarias, diversas matrices culturales. Las iniciativas pueden ser más o menos anárquicas y antisistémicas o responder a proyectos explícitos de construcción de otro sistema social o político. De hecho, aunque se presente como a-político, todo proyecto que propicie la Economía Social como sistema es político, porque pretende transformar la realidad por la acción colectiva.

En sus orígenes europeos más cercanos –mutualismo, cooperativismo, comunidades autónomas, etc.- a comienzos del Siglo XIX, la economía social tenía una clara pretensión de defender los intereses de la clase obrera ante el capitalismo salvaje, pero también de constituirse en sistema alternativo. Y no estuvo ajeno al pensamiento utópico (los anarquistas, los utopistas ingleses, Marx, para nombrar algunas vertientes principales) pero su discurso estaba muy entramado con el discurso movilizador y propositivo de y para la clase obrera, nacional o internacional. Recién con el auge del cientificismo se da una creciente separación entre el pensamiento teórico y la observación objetivante, por un lado, y el activismo, por el otro. Hoy, creemos, vuelven a converger la pretensión de profundidad teórica con la eficacia del discurso político.

En la visión eurocéntrica, el Estado Socialista y el Estado Capitalista del Bienestar, productos del Siglo XX, habrían venido a cooptar, subsumir o controlar ese rico movimiento desde la sociedad. La pérdida de vigencia y realidad del Socialismo Estatista y la retirada del Estado Social -por acción de la revolución política conservadora y el avance de los poderes del mercado- habrían vuelto a generar condiciones sociales que promueven estrategias defensivas, ya no sólo individualistas -que han mostrado que no permiten superar la exclusión masiva- sino colectivas, asociativas.

En América Latina, el colonialismo europeo y sus instituciones encontraron no un territorio a descubrir sino sociedades complejas cuya economía no respondía al modelo mercantilista. Los antropólogos siguen buscando raíces en una cultura que no ha dejado de reproducirse, aún si hibridada y políticamente dominada. El desafío que enfrentamos en esta discusión es recuperar las experiencias propias, originales y producto de ese encuentro con Europa. Qué nos pueden aportar las comunidades de la nacionalidad quechua en los Andes, la mutación etnocampesina de los inmigrantes a la ciudad, los Otavaleños serranos o los Shuar amazónicos del Ecuador, las nacionalidades hoy presentes en la rebelde Chiapas Mexicana y, también, qué podemos aprender del rico proceso Velasquista y las comunidades industriales en Perú, o de las Comunidades Eclesiales de Base en el Brasil. Cómo fueron incorporados y transformados los esquemas cooperativistas y mutualistas europeos en contacto con la cultura rioplatense, y qué propuestas podemos hoy generar los latinoamericanos desde la informalidad y la exclusión -ejemplos vívidos del desastre neoliberal- no necesariamente en contraposición sino en solidaria cooperación con las sociedades del Norte.

Se reactivan o surgen nuevas propuestas y programas de acción para generar un sector de Economía Social como el descrito en el capítulo anterior o innovador de formas que no podemos anticipar. Pero no hay un solo programa sino varios, y ello enriquece la búsqueda -que no puede resumirse en volver al siglo XIX- porque estamos en otro momento de la historia, porque la globalización del capital financiero requiere repensar la comunidad local en su vinculación con fuerzas sociales nacionales y trasnacionales, porque las nuevas tecnologías pueden ser vistas como un recurso fundamental para desarrollar un sistema alternativo de autogobierno, de gestión de las necesidades y de integración por el trabajo social. Porque hemos aprendido mucho y dolorosamente sobre los límites de la democracia delegativa y de la separación entre gestión experta y soberanía popular.

Hacia un encuentro-debate

En esta búsqueda, que hoy se da en todo el mundo, Centro o periferia, Norte o Sur, Este u Oeste, la diversidad y hasta la competencia se manifiestan a veces de maneras superficiales, luchando por imponer tal o cual denominación en un discurso pretendidamente universal: economía social, economía solidaria, empresa social, economía popular, cooperativismo, economía del trabajo, etc. etc. A nuestro juicio no hay respuesta única, y sería un grave error buscarla y mucho menos pretender decidirla con la imposición de un nombre. Las diferencias culturales, históricas, políticas y económicas de partida hacen imprescindible dejar abierto el campo a la experimentación responsable y al intento de gestar nuevas construcciones históricas, aprendiendo colectivamente de nuestra propia experiencia y de las experiencias de otros en la organización de nuevos sistemas de producción y reproducción. Esta es una base fundamental para ampliar el espacio de lo que podemos pensar como posible -tecnológica, social y políticamente.

Esto no implica renunciar –todo lo contrario- a la sistematización teórica, a partir del reconocimiento crítico del enorme caudal de experiencias desplegado por los trabajadores y sus organizaciones, recuperando los marcos conceptuales capaces de orientar críticamente esa sistematización y vincularla a la práctica reflexiva. Para ello, habrá que ir decantando conceptos y diferenciando entre los teóricos, los normativos y los descriptivos de sentidos predeterminados.

En tal sentido, hemos propuesto que el concepto de Economía del Trabajo tiene el mayor potencial para organizar el pensamiento teórico para organizar las investigaciones y el diseño de estrategias ante las teorías de la Economía del Capital y de la Economía Pública. También hemos adoptado el término de Economía Solidaria para definir lo que consideramos es la corriente ideológica más significativa para impulsar la economía social en América Latina. Y finalmente, para tener un concepto-paraguas referido a las organizaciones usualmente entendidas como organizaciones “económicas” voluntarias que buscan a la vez un resultado económico en sentido amplio (no sólo pecuniario) y un producto en relaciones sociales, hemos adoptado el concepto de Economía Social.[2] Por supuesto hay otros términos y otras acepciones de los mismos términos, más limitadas o más abarcadoras, y tenemos nuestra propia caracterización de ese campo conceptual y práctico, pero no vamos a desplegarlo aquí, porque lo que pretendemos es abrir un debate-encuentro donde cada variante, vertiente o corriente se autopresente, y se diferencie en sus propios términos.

El sentido del diálogo que hoy abrimos en urbared es compartir fraternalmente puntos de vista, acumular y valorar experiencias -actuales, pasadas o proyectos a futuro- partiendo del supuesto de que, aún cuando cada uno puede actuar “en lo suyo” y en su entorno específico, con sus propios conceptos y tácticas, los alcances limitados que toda iniciativa puede tener, aun si pretende ser global, demanda una convergencia estratégica ante la violencia de un sistema político y económico que no parece reconocer límites morales a su accionar.

Un principio para esa convergencia puede ser que todos compartamos los objetivos de ampliar el mundo del trabajo con calidad humana, autónomo del capital, así como la democracia participativa construida desde abajo como condición favorable para intentar refundar el Estado. Que consideremos que es posible y deseable generar poderes sociales constituyendo sujetos colectivos que contrarresten las estructuras que ha generado ese sistema-mundo capitalista, que hoy atraviesa una crisis de legitimidad y de racionalidad en sus propios términos, crisis cuyas consecuencias caen dramáticamente sobre las mayorías sociales.

Si tenemos ese punto de apoyo, podemos discutir cómo lograr que la Economía Social pueda expandirse sin alienarse, generando las bases materiales, institucionales y políticas de su propia reproducción ampliada, poner condiciones a la Economía del Capital y a la Economía Pública y ser asumida como una alternativa legítima y superior, como parte de un marco estratégico de acción, por un amplio espectro de los ciudadanos y sus organizaciones.



Anexo: Economía “a secas” y Economía Política. (Las teorías y el oficio del economista en los 60-70)

En los años 60-70, el campo de la teoría económica estaba dividido por un fuerte enfrenamiento entre la Economía Política y la Economía Neoclásica. Esta última no ocultaba su pretensión cientificista y se autopresentaba como “la” ciencia de lo económico. Su utopía latente[3] era la del mercado de competencia perfecta en que interactuaban demandantes-consumidores y oferentes-productores. Construían sus modelos con el supuesto de que los consumidores individuales toman decisiones calculadamente racionales, con plena información, y que buscan maximizar su satisfacción con la selección de la mezcla óptima de usos de su tiempo (trabajo/ocio) y de usos de su ingreso entre la compra de una canasta de bienes y el ahorro. Del otro lado, se suponía la vigencia del tipo ideal de empresa capitalista, que buscaba maximizar su ganancia escogiendo con plena información la combinación de productos, mercados y tecnologías más adecuados, y que utilizaba sus ingresos por ventas para renovar su capital fijo, contratar trabajadores, distribuir ganancias o invertir en la expansión de sus negocios. Compraba sus materias primas y medios de producción en los mercados de insumos, maquinarias, instrumentos de producción, a otras empresas, con lo cual también era demandante. Sus decisiones estaban influidas por los precios y productos ofrecidos y demandados en los mercados que se vinculaban hacia atrás o hacia delante en las cadenas productivas, o en los mercados de bienes y servicios de consumo final. La teoría demostraba que si hubiera competencia perfecta las empresas pugnarían por bajar sus costos y mejorar la calidad de sus productos, y que al competir entre sí transferirían el progreso económico a todos los consumidores.[4]

Esos tipos ideales no estaban construidos, como indica Max Weber, en base al riguroso estudio empírico de realidades históricas, sino como desarrollo especulativo, axiomatizado bajo la forma de teoremas entrelazados en una teoría de gran elegancia en el lenguaje pero escasa vinculación con el mundo real.

Las teorías de vertiente keynesiana disputaron las pizarras de la academia con sus propios modelos despersonalizados, donde los agentes individuales (y sus teorías de comportamiento) desaparecían, y lo que se modelizaban eran relaciones entre variables macroeconómicas o agregados sectoriales. El término “propensión “ (al consumo, al ahorro) no se refería a personas sino a funciones agregadas resultantes de la interacción de múltiples actores, predecibles estadísticamente. De hecho, el Keynesianismo cumplió el papel de afirmar y hace más plausible la idea de “objetividad” de la economía como esfera con sus leyes propias (que había que respetar para actuar racionalmente).

En la academia era un tema admisible (en el capítulo ad-hoc denominado “Economía del Bienestar”), hablar del bien común como si la sociedad fuera un gigantesco sujeto que podía decidir cuales eran sus preferencias (los teoremas pretendían mostrar que esto se lograba de manera coherente si cada individuo buscaban su máxima satisfacción de manera egoísta) y hasta hacer referencia a la contradicción entre los beneficios privados y los beneficios sociales.

También en su práctica profesional, particularmente como funcionario de gobierno, el economista admitía que, en la medida que las premisas de los teoremas no se cumplían, estaban permitidas diversas formas de intervención del Estado, para “perfeccionar el mercado real”. Se hablaba de “los costos sociales de la empresa privada”. En esto, la vertiente keynesiana de la teoría económica confrontó con gran eficacia a la teoría neoclásica y sus increíbles supuestos sobre el comportamiento de los agentes económicos y su contribución involuntaria al bienestar general. A la vez, puso en el centro al super-actor llamado Estado, representado o substituyendo con sus expertos al conjunto de deseos de la sociedad.

Como resultado de esta combinación de micro y macroeconomía (división del trabajo que sólo recientemente comienza a ser cuestionada, al aparecer enfoques de la economía institucional, que entre otras cosas prestan atención a los niveles mesoeconómicos), el Estado estaba habilitado para actuar sobre los grandes agregados económicos: balances de entrada y salida de capitales, ahorro e inversión, balance de comercio exterior, moneda y crédito, e incluso la distribución del ingreso, navegando entre los diversos equilibrios macroeconómicos. También estaba habilitado para interferir en los mercados, garantizando la posibilidad de que el salario cubriera una canasta considerada básica, pudiendo proteger el mercado interno hasta que las empresas nacionales fueran competitivas a nivel internacional, asumiendo directamente la producción no sólo de bienes públicos -definidos ampliamente por ser un país con mercados que fácilmente tendían a la monopolización o a dejarnos sin soberanía para definir un camino de desarrollo- como la educación, la salud, la seguridad social, la seguridad física, la justicia, la provisión de agua potable, la energía, la construcción de infraestructura, el crédito de largo plazo para la vivienda, etc. Podía, además, incidir sobre los precios relativos para beneficiar a determinados agentes económicos o promover que sus decisiones produjeran el desarrollo de regiones postergadas o el de sectores considerados estratégicos, o para mejorar la distribución de los resultados de la economía, mediante la fijación de precios máximos o precios sostén, fijando tipos de cambio, manipulando adecuadamente el sistema impositivo, ejerciendo un poder normativo en el mercado de trabajo, etc.

Gracias al oficio predominante del economista, en buena medida vinculado al crecimiento o desarrollo de la economía real, el paradigma político-económico dominante veía al mercado como un instrumento que debía ser puesto al servicio del desarrollo representado en la idea de Proyecto Nacional. La tecnocracia nacional e internacional se formó en las metodologías e implementó los sistemas de indicadores cuantitativos que permitieron jugar el juego interminable de una política estatal para el desarrollo económico que recomenzaba una y otra vez desde cero, que no parecía aprender de su propia práctica y, que, por sobre todas las cosas, no se evaluaba, como modelo de política, por sus resultados ni por la calidad de sus procesos.

Por su parte, la Economía Política disputaba con fuerza ese espacio de la aproximación científica a lo económico, usando un lenguaje sociológico o filosófico, apuntando directamente a la totalidad, y evadiendo no sólo el individualismo metodológico (según el cual se puede construir una teoría de la totalidad de la economía combinando modelos de comportamiento de consumidores y empresas individuales con un mecanismo de interacción en el mercado) sino los análisis microeconómicos y estadísticos mismos, pensado los sujetos en términos agregados de clases sociales, grupos económicos, sectores diferenciados por su función en el proceso de acumulación de capital, etc.

La Economía Política jugaba un papel develador en dos líneas: (a) mostrando que el sistema capitalista como tal, mal o bien regulado, con un Estado más o menos benefactor, era en esencia un sistema de explotación del trabajo por el capital, y que, sea por sus contradicciones económicas internas o por la lucha social y política de clases, estaba condenado a su extinción. Para esta corriente, de poco servía operar instrumentalmente sobre los mercados, la cuestión pasaba por cambiar las relaciones de poder político y, en última instancia, se trataba de lograr una gran alianza de los trabajadores a nivel mundial, única respuesta posible cuando el capitalismo tendía a ser un sistema mundial (sin embargo, admitía la existencia de la llamada “cuestión nacional”); (b) mostrando las estructuras de poder ocultas detrás de las apariencias de un mercado competitivo y un Estado regulador en nombre de un bien común definido ideológicamente. Utilizando técnicas propias de la sociología, los grupos económicos, sus conflictos y su accionar para incidir en el Estado eran sacados a luz, la privatización de los beneficios de la intervención estatal eran estimados (la promoción del desarrollo regional era denunciada porque transfería recursos a determinados grupos económicos), y se veía al lado social del Estado como cumpliendo la función que hoy denominaríamos gobernabilidad en un sistema basado en la injusticia social. Sin embargo, en lo político se hablaba de alianzas de clase, fundamentalmente entre la burguesía nacional y los trabajadores asalariados, y había diversas dosis de defensa de lo nacional.

La fuerte componente crítico-filosófica de este pensamiento hizo que, salvo notorias excepciones, tuviera una debilidad en cuanto a su capacidad de realizar estudios empíricos y hacer propuestas de acción alternativas en el escenario de la política económica realmente existente. Impregnada de un fuerte funcionalismo, veía los datos como mistificación de la realidad y perdió buen parte de su energía en intentar medir el valor trabajo, la plusvalía, la tasa media de ganancia y los precios de producción, núcleos conceptuales de la teoría de Marx. El sujeto "histórico” era el proletariado, pero los marxistas italianos y otros comenzaron a ver que esta corriente tenía un vicio economicista y que los sujetos no están prefigurados sino que deben ser constituidos en procesos más abiertos y menos finalistas y teóricamente dogmáticos. Y que la cultura (y no sólo la propiedad de los medios de producción) es una esfera central para el cambio social.

Ambas corrientes de pensamiento: la Economía “a secas” y la Economía Política, fueron por momentos integradas eclécticamente y sin la rigurosidad teórica que exige la academia, bajo el paradigma del desarrollismo industrializante, que tuvo enorme eficacia durante tres décadas, en buena medida por el apoyo decidido de la Alianza para el Progreso, respuesta de Estados Unidos a la presencia de la primera revolución socialista en el Continente. (En el caso de la Argentina, ya había comenzado el desarrollismo con los planes Quinquenales de Perón, pasando por las propuestas del gobierno de Arturo Frondizi e institucionalizado en la creación del Consejo Federal de Inversiones a fines de los 50 y del Consejo Nacional de Desarrollo y las Oficinas Regionales de Desarrollo desde los 60. El desarrollismo admitió variantes más democráticas o más autoritarias, dependiendo de las circunstancias de en cada país.)

No es éste el lugar para detallar cómo el desarrollismo y con él el Estado “desarrollista y del bienestar” fueron sistemáticamente destruidos y desplazados junto con de la agresiva reentrada de la teoría económica neoclásica, que se convirtió en el brazo pseudocientífico del gran proyecto neoconservador encabezado notoriamente por Ronald Reagan y Margaret Thachter, desplazando a la vez al Keynesianismo y a las diversas variantes de Economía Política. (En el caso de Argentina comenzó mucho antes, con la Dictadura Militar del 76, aunque iba a tener su expresión más acabada bajo el Menemismo; en el caso de Chile fueron los Chicago Boys del Pinochetismo los que representaron el regreso de la ideología de libre mercado, más conocida como neoliberalismo)[5].

La caída del socialismo soviético posibilitó una estrategia de poder que fue en sus inicios un poder hegemónico, por la fuerza del capital financiero liberado de la intervención estatal en nombre del bien común nacional o global, y sobre todo por la eficaz incorporación al sentido común del principio supuestamente antiautoritario del “libremercado total”. Según ese principio, el Estado es intrínsecamente totalitario e ineficiente, y la mejor manera de organizar toda actividad humana es mediante la formación de mercados, donde los individuos compiten entre sí como oferentes o demandantes privados, mientras que los precios se forman sin otra intervención que la interacción sin responsables de la oferta y la demanda.

Esa hegemonía se está desvaneciendo, ante la comprobación de que la expectativa de que todos vamos a vivir mejor si liberamos al mercado fue una ilusión que ni siquiera sostienen ya los representantes del poder político y económico (centralizado como nunca antes gracias a la eficacia de esa ideología para facilitar sus operaciones), y que la concentración de la riqueza, el ingreso y el poder -y su contrapartida de exclusión social y política de las mayorías-, y el descuido del ecosistema planetario que esto ha generado, ponen en riesgo no sólo la autodeterminación de los pueblos de la periferia capitalista sino la vida misma en el planeta. La respuesta -ante la protesta de países y sociedades- por parte de la única superpotencia actual es cada vez menos respeto a la ley internacional y más militarismo, lo que además agrega un elemento de riesgo adicional al destino de la humanidad.

[1] Para situar mejor lo que vamos a llamar “Economía Social”, el anexo presenta muy esquemáticamente -para aquellos lectores no economistas interesados en el tema- la contraposición entre tres formas de pensar lo económico: la neoclásica y la keynesiana, referidas como “economía a secas” y la economía política.

[2] Este concepto excluye, por ejemplo, el campo -considerado privado- de las unidades domésticas, algo que sí incluye y con gran centralidad conceptual lo que denominamos “Economía del Trabajo”. Varios documentos sobre este tema pueden encontrarse en http://www.fronesis.org/
[3] Es de destacar que usualmente los docentes no explicitaban los presupuestos epistemológicos de esa teoría, presentándola, junto con las críticas de vertiente keynesiana, como las teorías económicas vigentes. Otras teorías quedaban relegadas al campo de “historia del pensamiento económico”.
[4] Algunos “problemas” como la existencia de “economías o deseconomías externas” (efectos positivos o negativos sobre otras actividades -como los de la formación de trabajadores en el trabajo o la contaminación y sus costos- que no pasan por el mercado), el reconocimiento de que existen bienes públicos que el mercado no puede organizar en beneficio de la sociedad, la tendencia al monopolio o el oligopolio, la dificultad del mercado de dar señales de precios a futuro, el denominado “efecto demostración”, que revelaba que había otro tipo de interdependencias entre consumidores que hasta tenían una historia que la teoría ignoraba, etc. eran tratados como anomalías ante las cuales se defendía dogmáticamente el núcleo duro de la teoría.
[5] Una manera esquemática de diferenciar el liberalismo del neo-liberalismo es decir que mientras el liberalismo prometía que todos experimentarían una mejoría en la calidad de sus vidas (acceso creciente al consumo) individual e intergeneracionalmente, y para eso proponía [Mercado] + [Estado regulador y redistribuidor], el neoliberalismo reduce el segundo término al del [Estado que vela por el mercado libre] y en suma reduce la ecuación a [Mercado monopolista]. Por lo demás, no promete nada: cada uno tiene que hacerse responsable de obtener sus propios logros compitiendo con todos los demás, y habrá quienes mejoren y quienes empeoren su situación a lo largo de la vida. A la vez, la sobremercantilización de la política que produce el neo-liberalismo vacía la democracia liberal de su contenido programático, pretendiendo acabar con la cultura de derechos (entitlements) y el concepto mismo de ciudadanía.

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